viernes, marzo 08, 2013

Muertos (Historias de mi viejito)


Caía sobre un Madrid, un frío de los que calan los huesos, de los que aunque te pongas dos jerseys y un abrigo, aunque vayas como una cebolla envuelto en capas de ropa, no logras deshacerte de el, lo llevas pegado a la piel.

Caminaba envuelto en aquel mundo de brumas que se había convertido últimamente mi vida, en un querer queriendo poder, en un quiero creer que creo que puedo… en absolutamente nada.

La calle santa Isabel estaba vacía a aquellas horas tempranas, los pescaderos  vaciaban sus furgonetas, olor a pescado, hielo en las aceras, esquivé como pude la pila de cajas y tomé la calle Atocha. Decidí cambiar de ruta, dirigiendo mis pasos a la plaza de Santa Ana, su postal no tenía nada que ver a la que no muchas horas atrás vestía, luces de farolas, bullicio de gente en busca de este o aquel garito donde encontrar no sólo una copa más,  sino, en algunos casos, un cuerpo caliente donde refugiarse.

Bajé por Carretas, las tiendas empezaban a desperezarse de su sueño, aún quedaban carteles de las recientes rebajas, mientras yo oía a Marvin Gaye cantar “Distan Lover”.

Aterricé en una Puerta del Sol bañada por las mangueras de los barrenderos, y allí varado le volví a ver. Me acerqué a él, en silencio, despacio, como si temiera que en cualquier momento se desvaneciera. A tres pasos, se giró, sonrió y me saludo como si nunca se hubiera ido.

-         ¿damos un paseo? - me dijo.
-         ¡cómo no! – le contesté

Enfilamos en dirección a la plaza de Ópera.

-         Muertos – dijo de pronto.
-         ¿Qué?
-          Muertos, los muertos están muertos, y aunque haya algunos que sigan vivos, están muertos y así es mejor dejarlos.
-         No llego a entenderte.- le dije
-         Sentémonos aquí.

Y allí en la plaza de Ópera, empezó a contarme una de sus historias.

“Hay una historia que nunca te he contado, tendría yo unos 17 años, aún la vida me parecía como un cuento, de esos que tienen final feliz, a pesar del hambre que pasábamos y las carencias de aquella época, esos cuentos en los aún estas escribiendo “érase que se era…”
Tenía un hermano dos años mayor que yo, para él yo era su protegido, su ojo derecho, una misión autoimpuesta de guardarme de todo lo malo que me pudiera pasar.
Pasábamos casi todo el día juntos, hasta que por la noche él se despedía para quedar con sus amigos.
Un día apareció en casa con una chica, de pelo trigueño y ojos grandes, cuando me la presentó ella se acercó y sin decir nada su mano alborotó mi pelo mientras le decía a mi hermano “con que este es tu hermanito ¿eh?”, creo que fue en aquel momento cuando se giró que me enamoré de ella. Sí, era un imposible,  la chica de mi hermano, pero con 17 años, y las hormonas en revolución continua un pude evitar la avalancha de sensaciones y sentimientos que me provocaba.
Buscaba cualquier excusa para estar con ellos, buscaba cualquier momento para estar con ella,  “vamos te acompaño a comprar el pan”, “venga deja eso que pesa mucho yo te lo llevo”. No creo que nunca se dieran cuenta, ni él ni ella de lo que llegué a sentir, para lo bueno y para lo malo, por que hubo momentos en que de alguna extraña manera deseé que mi hermano desapareciera para que ella fuera solamente mía.
Y a veces, amigo, los deseos por más extraños que parezcan  se cumplen. Aquella tarde mientras el sol aún bañaba con sus últimos rayos los campos de trigo,  aparecieron.
Al principio eran sólo dos manchas en el cielo, dos sombras que fueron creciendo, quién iba a suponer que tan lejos de aquella guerra entre hermanos, que ese pueblo tan insignificante que no aparecía en los mapas, fuera a hacerse protagonista de la noche a la mañana.
Los vi llegar desde la puerta de casa, oí sus motores y de pronto como si abriesen la boca escupieron su letanía sobre nosotros.
Mi madre me empujó al sótano, la casa tembló, el tiempo se nos hizo eterno los dos allí solos, fueron unos minutos, fue mi vida entera la que en esos minutos agonizó y murió.

Cuando salimos la gente corría como loca, varias casas ardían, en el campo algunas vacas mostraban sus cuerpos despedazados, como si fueran de plastilina y una mano gigante las hubiera aplastado.
Mi padre llegó poco después, por suerte pudo esconderse en el ayuntamiento.
Sin embargo mi hermano… encontramos su cuerpo bajo un ciruelo, a los pocos metros estaba el cuerpo de ella con sus grandes ojos abiertos y su cabello triguero manchado de sangre, no murió pero para el caso fue lo mismo, nunca volvió a ser la misma y aunque yo seguía enamorado, ella se fue alejando hasta convertirse en una sombra.

Yo morí con ellos, o al menos una parte de mi se enterró bajo ese ciruelo, pero lo peor no fue aquello. Lo peor estaba aún por llegar y yo ni lo intuía. No fui a la iglesia, ni tampoco al entierro, por que yo no llegué a enterrar a aquellos muertos hasta muchos años después.

Aquellas dos muertes, una real y otra viva,  siguieron asaltándome mucho tiempo, hice cosas que aún me cuesta perdonarme, odié el mundo, bajé al infierno, jugué con sentimientos queriendo borrar los míos, y tan sólo logré estar muerto esos años. Al final, con el tiempo, empecé a salir de aquel agujero, volví al pueblo, visité la tumba de mi hermano y le pedí perdón. Fui a visitarla, ya no se acordaba de mi, había borrado de su memoria todo aquel tiempo. Yo no se lo recordé, tampoco le dije quien era, y cuando me fui del pueblo, enterré definitivamente a mis muertos y no volví nunca más.”

Querido amigo, a veces por más que nos duela hay que enterrar a los muertos, sigan o no sigan vivos, por que nos arrastran con ellos, y sin darnos cuenta dejamos de vivir, somos un muerto más que camina en vida.

Se hizo el silencio, yo no tenía nada que decir, el lo había dicho todo, sentí un ligero roce en mi mano, cuando el puso la suya sobre la mía, me miró a los ojos con una ternura tal que me estremecí.

Cerré los ojos, cuando los abrí, él ya no estaba allí.

Sentí de nuevo el frío que me calaba hasta los huesos, me levanté, sobre Madrid, un cielo gris presagiaba lluvia, y yo, yo aún tenia que enterrar a mis muertos.

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