Gris.
Un tipo
gris. Era lo que solían decirme, y quizás fuera así, por mucho que me hubiera
empeñado en coger botes de pintura, azul, verde, naranja, amarillo y verterlos
sobre mi no conseguía que la mezcla funcionase, si acaso, una leve capa que a
los dos o tres lavados volvía dejar a la
vista ese color apagado.
Gris.
Quizás,
alguna vez haya habido un destello, un asomo de un blanco, una ligera tonalidad
de rosa, algún pálido verde, incluso en breves momentos tan breves como el
aleteo de una mariposa, haya habido un estallido multicolor, pero todo se apagó
cuando ella decidió bajarse de ese tren, de un tren en el que ella ya no tenía
fuerzas para seguir viajando.
Un tipo
gris, si aunque sea duro reconocerlo, ese soy yo, en una vida gris, en un
trabajo gris, marcando con una x el paso del tiempo en un calendario colgado de
la vida, un día más, un día menos.
Sin
embargo, hay algo que nadie sabe, y a veces ni yo mismo lo creo, pues parece
que todo es una alucinación, un viaje de mi yo astral, quizás un estado mental
bipolar.
En un
lejano cumpleaños, cuando aún eres casi un adolescente, alguien me regaló una
guitarra, empecé con el clásico concierto de Aranjuez a aprender a colocar los
dedos, puntear, luego me hice con un pequeño libro de canciones. Pero como con
casi todo, la guitarra fue a dormir al pequeño rincón del olvido. Muchos años
después descubrí una aplicación para mi ipad, “coach guitar” y “guitarra HD”,
pasaba horas enteras practicando, noches de insomnio casi en silencio, de ahí
di el salto, en otra pirueta de la vida, a un aparatejo llamado “guitar slide”,
para los que no los conocéis es como un una guitarra pero en una pequeña mesa,
con las típicas cuerdas, sólo que en una mano punteo las cuerdas y en la otra
tengo un cilindro metálico llamado slide. Empecé a frecuentar los sábados por
la noche, locales de música sureña, country, folck americano, eran días donde
dejaba colgado en el perchero mi traje gris, mi piel gris, mi espíritu gris.
Aunque supiera que me estaban esperando para vestirme un lunes sí y otro
también, podía ver una pequeña mota de
color.
Al poco
conocí un grupo, y una tarde de sábado toqué con ellos en un pequeño garaje a
las afueras de Madrid, fue como si hubiera cogido una brocha, abierto todos los
cubos de pintura del mundo y sobre un lienzo hubiera dado no uno sino mil
brochazos.
Ahora
toco con ellos, dos sábados al mes, en pequeños locales, me siento y acaricio
las cuerdas, con mi cerveza al lado, empieza a sonar la música.
Cierro
los ojos sonrío, acaricio las cuerdas,
rasgo sonidos en el aire, miro al resto del grupo y vuelvo a cerrar los
ojos, siento como una fuerza blanca un destello cargado de energía atraviesa
cada poro de mi piel, y me siento vivo.
Dejé el
trabajo, “estas loco, en tiempo de crisis, con millones de parados, mas vale lo
que tienes, esto es lo que hay…” todas
aquellas palabras, eran palabras grises, de gente gris.
Tiré el
perchero, con su traje gris, y mudé la piel mortecina, ahora doy clases de guitarra, quizás nunca
pueda comprarme un coche, o ir de viaje a África central o la India, quizás
nunca haga lo que mucha gente hace, pero hoy mis paredes son de color, mi ropa
es de color, y cuando los sábados por la noche me siento en mi taburete acaricio las cuerdas, miro al
público y veo los ojos de aquella chica que volvió a subirse al tren, mientras
toco “Blues morning in Oregon”, todo, todo es multicolor.