martes, noviembre 13, 2012

Historias del viejito


Subo por la calle Atocha hasta la plaza de Jacinto Benavente, aquí cambia el paisaje, chicos y chicas jóvenes se alternan
con extranjeros plano en mano, algunas prostitutas buscando su parné lejos de la competencia de la calle Montera, pasean
por la esquina de la plaza.

Bajo hasta la Puerta de Sol, y por un breve instante me paro a la entrada-salida de la boca de metro. Evoco algunas tardes
de frío invierno donde esperaba para que no me esperasen, sonrisas envueltas en abrigo.

Llego al café, a la vieja mesa de madera que me recuerda aquellos cafés con leche, testigos mudos de encuentros
con prisas.

Voy a la barra, una chica joven, latinoamericana se desplaza con lentitud, me exaspera, pero entiendo que por la miseria
que le pagan no va a correr más.

Llevo mi café a la mesa, me siento en dirección a la puerta, la gente pasa deprisa, en esta ciudad se ha perdido el encanto
de andar, de pasear, sólo basta mirar hacia arriba para descubrir otro Madrid diferente.

En ese momento, lo presiento, sé que está aquí otra vez, aunque hace ya mucho tiempo que no volvía.

- Hola, ¡qué frío hace ya!

Le miro, no puedo dejar de sonreír aunque sepa que ya no está, que quizás sea sólo un proceso de mi mente, en mi mente.

- Hola, ¿cómo te va?.. ya sabes.. por ahí arriba.
- Bien, bien mejor que a ti por que lo veo.
- Vaya, veo que sigues sin perder una.
- Digamos que más que verlo lo siento, tengo la impresión de que estas agotado, agotado de vivir, agotado de eso que tu llamas bucle,
  agotado de que no haya un tren donde subirse, una ilusión que te empuje, agotado de pensar en aquellas oportunidades que tú mismo
  dejaste pasar.

Le miro, y creo que sabe más de mi que yo mismo.

- Sí, podría decirse que es así, pero también sigo en pie, mantengo la esperanza, sonrío en cuanto puedo...
- Ya, ya.. ¿quieres que te cuente una historia?
- ¡Cómo no!

Y empezó:

"Eran tiempos duros después de la guerra civil, había que tener picardía para conseguir algo de comer, y ni te quiero contar para encontrar un trabajo,
unas veces recogías trigo, otras una obra daba sustento entre semana, y mientras yo intentaba estudiar de noche, había poco tiempo para la diversión,
y menos para conocer chicas.
Sin embargo, como suelen suceder ciertas cosas, cuando no las esperas son cuando llegan. Y un día, camino de una obra la vi, créeme, fue amor a primera vista.
No fue fácil, eran tiempos tristes, pero al final, aquello fue como dicen en las películas, sentir mariposas en el estómago, vivir en una nube, con el paso del
tiempo todo ese torrente de sentimientos se fue serenando, navegó hacia una calma tranquila.
Al principio comprendí que así deberían ser las cosas, no se podía vivir siempre en esa hermosa "tensión", pero aquella calma...

Veía otras parejas, y esa calma parecía que la vivieran como una paz interior, mientras yo la vivía como un eterno estancamiento, un día era igual a otro,
no eran malos, pero...
Y dejé que aquel espacio que ella ocupaba y que pintaba de colores, se fuera llenando de sombras, de grises y oscuros, aquellos que en sus alforjas llevaban
los días donde no había cabida para la ilusión.

Llegó un momento que echaba tanto de menos aquel torrente, que la calma que me daba no me bastaba y me alejé, para terminar al final.
El tiempo pasó, los recuerdos salían cada noche a bailar en el saloncito de mi cabeza, mientras la soledad extendía su tienda de campaña, como lo haría
cualquier ocupa en una casa abandonada.

No dejaba de pensar en la frase: "Unos viven la calma como una paz interior, otros como un eterno estancamiento". Estaba claro que yo era de los segundos,
pero ¿como vivirlo?, ¿cómo cambiar ese sentimiento?, ¿como saber que no estaba equivocado, otra vez?"

De pronto se calló, y me miró fijamente a los ojos.

- Y al final ¿qué hizo, que pasó, volvió con ella? - le pregunté.
- No puedo, ni debo decírtelo.  Cada uno debe  encontrar "su" respuesta. Quizás la respuesta no sea ni uno ni otro, sino que esté encerrada en la misma
frase, en  encontrar una calma alterada que nunca lleve a un estancamiento. Y ahora he de irme, ya sabes...

Se levantó, puso su mano sobre mi hombro y me sonrió, quise levantarme y abrazarle, pero...

Aquella tarde hacía frío, mucho frío, el cielo azul engañaba a los ojos que lo miraban detrás de los cristales.
Abotoné mi abrigo, pagué el café, sólo un café, y volví a mi caja de cerillas.

1 comentario:

Laura dijo...

Bonita historia y real.