miércoles, mayo 26, 2010

Carta desde la trinchera

Querida hermana:

Perdona por escribirte a ti, pero no quería que mamá sufriera más de lo que ya sufre por mi ausencia. Estoy en una trinchera en algún lugar perdido de este país. Aún me pregunto que estoy haciendo aquí y cómo he llegado a esto. Nadie sabe lo que es esto, hasta que lo vives.

Tengo miedo, no a morir, creo que he asumido que no volveré, no llores por favor, quizás sea mejor así, o quien sabe, pero tengo miedo a que si vuelvo ya no sea el mismo, que mi mirada se convierta en esa que he visto tanto por aquí, una mirada vacía, sin vida, que esto llegue a convertirse en un motivo para seguir vivo, que no sepa vivir sin estar aquí.

Te echo de menos, echo de menos aquellos días donde nos reíamos por cualquier cosa, mientras papá estaba al acecho, regañándonos por todo.

Aquí las sonrisas suelen ser nerviosas, o sonríes al caer el día por que no te ha tocado a ti esa bala, o ese mortero.

Nos intentan asustar con el infierno, pero yo ya estoy en él, intento cerrar los ojos y no ver cuerpos despedazados, niños y mujeres mutilados. Al principio no miraba, ahora se ha convertido en una rutina que me produce náuseas. He visto cosas que no creerías, nosotros que nos llamamos civilizados. He visto matar por placer, jugar a ser Dios y decidir quién debe morir y quien se salva. He visto partidas nocturnas sólo por vengar la muerte de un compañero, sin importar quién o quienes iban a morir. He visto al hombre convertirse en el peor de los depredadores. Y ellos no son diferentes a nosotros, matan y disfrutan con ello, aunque sea gente de su mismo pueblo. Niños envueltos en explosivos, niñas que se acercan a nuestro convoy y bajo su ropa cuelgan granadas.

La razón de la sin razón.

Pienso en cómo podré vivir de nuevo allí después de estar aquí. Creo que se me ha olvidado perdonar.

Y dentro de toda esta inmundicia, como si fuera de un campo lleno de barro, también crecen flores. He visto correr entre la metralla para poder coger a un herido y sacarle del fuego de las metralletas. He visto jugarse la vida por personas que no conoces, y quizás nunca más vuelvas a ver. He visto caer heridos a compañeros por llevar un poco de consuelo a esta gente, sin saber si detrás de ellos pueden encontrar la muerte.

Sí, aquí convive el infierno con el cielo, lo peor de cada uno de nosotros con la mayor de las generosidades.

Suenan los cañones, no muy lejos de aquí arde otra ciudad, y los gritos y el olor a carne quemada te empapa la ropa y los sentidos hasta que los embota.

Ya no soy el mismo, aquel al que llamabas cuando tenías algún problema.

Tengo miedo, miedo a que me mires y no veas dentro de mí al que despediste no hace mucho.

Perdóname por contarte esto, pero necesito decírselo a alguien, necesito que si un día vuelvo, me abraces aunque ya no sea el mismo.

Y ahora he de irme, salimos de patrulla.

No, no llores, no te preocupes, no quiero morir aquí.

Te quiero, tu hermano

jueves, mayo 20, 2010

El viaje

Es un día más, ya he perdido la cuenta de cuantos y de cuál es, qué más da. Sólo tengo una cosa que hacer en lo que me queda de vida.

Una cosa y esperar.
Esperar y una cosa.

Como cada mañana tomo el cercanías. Atocha a esas horas es como un hormiguero en ebullición, gente que va y viene, sólo se paran a que llegue el tren, mientras tanto sus ojos se pierden entre el periódico de la mañana o el reloj. Bajo las escaleras despacio, me gusta mirar a los ojos de la gente, aunque en ellos sólo encuentre prisas y cansancio, pero a veces una mirada se cruza y me esboza una sonrisa, sé que eso tiene la edad, aún queda alguien a quien los ancianos despertamos ternura.

Llega el tren, se abren las puertas como si de una presa se tratara y suelta sobre el andén toda su agua, sólo que no es agua lo que desciende de sus entrañas, sino personas.

A veces me dejan un asiento libre, pero la mayoría de los viajes los hago de pié, me gusta apoyarme en las puertas e ir viendo a mi alrededor, imagino la vida de los demás, sus roces, sus pensamientos… No son muchas paradas, y el viaje se ha tornado para mí en un en uno de los momentos agradables del día.

Llego.
Me bajo.
Camino hasta el hospital.

La enfermera me saluda.

- Buenos días, ¿qué tal está Usted esta mañana?

- Bien, bien gracias.

- Hoy se ha levantado pronto, ha desayunado y está en el jardín, ¿quiere que le acompañe?

- Gracias, pero no hace falta.

La veo, sentada bajo el árbol y evoca en mí un recuerdo, cuando ella sentada en un banco me miraba y sonreía al verme con la cámara de fotos apuntándola. ¡click! Y su sonrisa quedó inmortalizada.

- Hola, querida.

Ella levanta la vista y me mira, no dice nada, sólo calla, vuelve la cabeza y sigue perdida en sus pensamientos.

Así transcurre la mañana, le cuento que anoche quite por fín la manta, ya entra el sol en casa, a pesar de que sigue fría con su ausencia. Le hablo de los paseos que dábamos por aquellas calles llenas de tiendas que tanto le gustaban a ella, pararnos en los escaparates, entrar y probarnos, en juego de niños, un montón de ropa, y luego irnos sin comprar nada. De cuando cogidos de la mano dejábamos que la lluvia nos empapase sobre el adoquinado de la Plaza Mayor… y su sonrisa aquella eterna sonrisa que lo era todo.

Ella escucha, y yo quiero creer que algo dentro de su interior se despierta con mis palabras y le hace evocar aquel tiempo. Pero ese momento es fugaz, ella me mira y de sus labios caen unas palabras que se estrellan contra mis recuerdos, desparramándolos en el olvido.

- ¿Quién es usted? ¿Sabe que ahora vendrá mi marido?, me llevará a casa, no me gustaría que se sintiera incomodo, ya sabe, usted dándome conversación…

- No se preocupe cuando llegue su marido, yo ya me habré ido.

Y guardo silencio, ella vuelve a mirar al infinito, y pienso si los recuerdos empiezan a convertirse en recuerdos de recuerdos.

Es la hora de la comida, vienen a buscarla.

- Puede pasar al comedor, si quiere, ya sabe que no hay ningún problema.

La enfermera se muestra amable, pero no quiero comprometerla.

- No se preocupe, he traído aquí mi comida.

Y me quedo en el jardín, luego ella se irá a dormir la siesta. Tengo que esperar dos horas, cuando hace mal tiempo me dejan pasar al salón de la televisión, las primeras veces intenté dormir con ella, pero a veces se ponía a gritar diciendo que había un extraño en su habitación.
Otras veces espero a que esté dormida y entro despacio, me quedo mirándola, como solía hacer en aquellas mañanas que me despertaba antes que ella. Sus ojos cerrados, su respirar tranquilo…

Cuando se despiertan de la siesta, suelo merendar a su lado, le pido que me invite y ella se encoge de hombros. Es ahí cuando le hablo de esos viajes que hicimos juntos, de aquella ciudad vestida de primavera, de países con los que soñábamos ir, y ella sonríe.

- Yo he ido a muchos sitios, he estado en la India, en América, y también en África.

Sé que no es cierto, que quizás en su cabeza se mezclen las imágenes de los documentales con una realidad que ha dejado de serlo.

Más tarde les dejan un tiempo libre, y algunas veces paseamos por el jardín, otras vamos a la gran sala, y me dejan poner algún cd, aunque siempre sea el mismo, aquel del cantante de boleros.

Y me pongo delante de ella y canto, y me mira.

- No me gusta ese cantante, no cante más.

Pero no le hago caso, y la saco a bailar, ella se niega un poco, pero tan débilmente que sé que al final cederá.

Bailamos.
Cierro los ojos, y por un momento todo se detiene como hace mucho, mucho tiempo.

Y entonces.
Sólo unas pocas veces.
Muy pocas veces.

Ella se pega a mí, y me susurra:

- Sabes que odio a Luis Miguel, pero me encanta bailar contigo, te quiero.

Y nadie escucha sus palabras, sólo yo.

Es hora de irse, se va sin más, como si yo no hubiera pasado el día con ella, ni siquiera mira atrás.

Espero a que desaparezca por la puerta, la enfermera me ve marchar.

- Es duro el Alzheimer, no debería venir todos los días, ella no lo reconoce, ¿Por qué sigue intentándolo?

- Porque yo sí sé quién es ella.

Camino.
Llega el tren.
Miro a la gente.

Mañana será otro día. Qué más da que día, ella estará allí y yo iré a verla.

martes, mayo 11, 2010

El Viejito

Estoy frente del ordenador, una pantalla en blanco y un teclado. Ultimamente mis dedos parecen agarrotados, les cuesta danzar sobre las teclas, como si la música que les hiciera bailar se hubiera detenedo en el espacio, espacio y tiempo.

Tiempo sin danzar...

Pero hoy despues de que han pasado suficientes dias, creo que ha llegado el momento de intentar escribir...

Fué el Viernes Santo, el día había amanecido vestido de azul, como si él no quisiera estropear ninguna celebración.

La casa está fría, y hay el silencio de una ciudad en vacaciones.

Salgo.

En las calles hay poca gente, quizás demasiado temprano para los que aún remolonean entre las sábanas, y sin embargo el día invita salir.

Subo por la calle Embajadores, hasta la Ribera de Curtidores, unos cuantos puestos del Rastro quieren aprovechar que los turistas, con la cámara en mano, han dejado temprano sus habitaciones y curiosean entre la ropa, los cuadros, algo que llevar como recuerdo de que una vez estuvieron aquí.

Me acerco a la Colegiata de San Isidro, y en el camino me encuentro con grupos de mujeres, vestidas de negro, susurran, lucen peineta y tocado, entre sus manos pequeños bolsos, negros también, caminan despacio, y en ellas hay algo de ritual y de sentimiento, ese que distingue a esta España, a su lado pasan varias chicas, no tendrán mas de 17 años, ellas lo viven de otra manera, aún hay rastros en sus caras del pintalabios y rimel, los dos grupos se cruzan, se miran. Dos formas de entender la Semana Santa, las chicas siguen su camino, alegres ajenas al día que es, para ellas es viernes, y la fiesta del jueves aun se prolonga. El grupo de mujeres entran en la iglesia, hay un silencio en su interior, que se mezcla con el olor a incienso.

Por un momento me pregunto que tendrá todo aquello de ritual y de sentimiento, probablemente cuando lleguen a casa y dejen la ropa negra colgada del armario, también quedará colgado todo lo que ello significa... hasta el año que viene.

Llego a la Puerta del Sol, con las reformas ahora parece que hay más gente, se ha ganado espacio, aunque ha perdido algo de su sabor de antaño.

Ahora gente de todo tipo, viejos, chicas y chicos, curiosos y turistas se sientan alrededor de una de las fuentes, y allí entre ellos, le veo.

Su figura me sigue pareciendo altiva para sus años, sin embargo le siento más apagado, me acerco, y cuando me ve alza la mano. Hay un hueco a su lado y me hace señas para que me siente. Me quito el ipod y lo guardo en mi mochila.

Nos estrechamos la mano, sonrie y las arrugas de su cara se dibujan como surcos de un campo que ha sido trillado muchas veces.

Hablamos de cuanto tiempo hacía que no nos veíamos, él ha estado fuera, y volvió hace excasamente unas semanas, le cuento que mis paseos se han vuelto mas esporádicos, aunque he extrañado verle y tener nuestras charlas.

De pronto su cara se torna seria, me mira fijamente.

Por unos instantes hay un silencio entre los dos, y sin más de sus labios cae un lacónico. "Me muero, Nicolás".

Siento un frío que me recorre todo la espalda, intento frenar las lágrimas en mis ojos, y aunque abro la boca no soy capaz de soltar una palabra.

"He vuelto por que tenía la revisión en el hospital, no ha habido suerte, y se ha reproducido, ahora es sólo cuestioón de tiempo. A mi edad esa palabra tiene un significado tan diferente, pero no quiero verte triste, ya hablamos de ello una vez. No tengo queja de la vida que Dios me ha dado la oportunidad de vivir. He pasado por cosas que tú ni siquiera imaginarias, cuando se vive una guerra puedes ver lo peor del ser humano y también lo mas bello. He tenido la suerte de conocer el amor de mi vida, un amor que me acompañó muchos años, años de pobreza pero cargados de ilusión, con sus tiempos malos pero siempre con la esperanza de que los superariamos. Años que se pasaron como un soplo.

Luego me fué, calladamente, como si en ese último adios no quisera hacerme daño. Como si la muerte fuera algo que viene y te lleva, y no duele.

Aprendí a vivir sin ella, fisicamente, por que no ha habido dia que no la haya sentido a mi lado, que no haya hablado con ella, que no haya recordado todo aquello que haciamos, nuestro primer viaje a la playa, cuando nos mudamos a Madrid. Ahora tengo prisa, mucha prisa por encontrarme otra vez con ella, y no creas que con ello no ame la vida, la amo quizás aún más que tú, por que cada segundo, cada momento, tiene un valor que sólo conocemos aquellos que vamos a partir.

Déjame que te diga algo, algo que sólo se aprende con los años, no te arrepientas nunca de lo que hayas hecho, cuando pasa el tiempo las cosas tienden a verse de diferente manera, pero seguro que cuando las hicistes tendrías un motivo, cuando se toman decisiones uno no sabe si serán acertadas o no, y de eso hay que ir aprendiendo, de los errores de nuestras decisiones, pero no arrepentirse de ello. Ir aprendiendo. Yo he cometido muchos errores en mi vida, espero y creo que tambien he acertado con algunas decisiones, e intenté aprender de cada error, aunque algunas veces volviera cometerlo. Me llevo algún dolor, el pensar que dentro de mis limitaciones he intentado hacer bien las cosas, y aún así ha habido gente que

ni con el paso del tiempo ha dejado atrás su amargura, su rabia. Me hubiera gustado sentarme como lo hemos hecho tu y yo en ese café de aqui al lado, y hablarlo... pero la vida tiene sus cosas.

Me llevo el dolor, de que esta vida, tan ajetreada, tan rápida nos fuera separando a mis hermanos y a mi, y ahora en la vejez es cuando más nos hemos visto, como en un intento de recuperar ese tiempo que se perdió en la distancia. El dolor de aquellas personas en las que una vez depositas toda la ilusión y te decepcionas, no es culpa de ellas, la vida sigue y tristemente ahora es un "sálvese el que pueda" sin mirar atrás, sin acordarse de nadie.

Pero me llevo tantas cosas buenas, tanto amor, tantas personas que he conocido que han pasado por mi vida, unas para quedarse otras sólo un tramo, que sólo puedo estar agradecido."

Yo sólo puedo callar y escucharle. entonces él me toma de la mano y la aprieta con una dulzura que hacia tiempo que no sentía.

"Nunca dejes de vivir, aunque la vida te de palos, siempre te guardará la más hermosa de sus sonrisas. Guardate esos momentos, los otros tíralos, no dejes que sean un lastre para seguir adelante. Y recuerda, tomes las decisiones que tomes no te arrepientas de ellas, intenta hacer el menos daño posible y sigue a tu corazón, a pesar de que puedas errar, también de eso se aprende. Me pareces una buena persona, no dejes de ser tú, nunca."

Levanta la vista y la pierde en el reloj de la Puerta del Sol, y sin más me susurra:

"Cuantas veces he visto caer la bola, un nuevo año... He de irme, he quedado con mis hijos, hoy comemos todos juntos, no hay nada como estar enfermo para que cada uno aparque sus quehaceres. Pero no quiero ser una carga, me voy a a Marruecos, y luego quien sabe, con fuerzas quiero conocer otros sitios. No sé si nos volveremos a ver, ha sido un placer conocerte y compartir contigo todo este tiempo. Sólo quiero pedirte una cosa más, no estes triste por mi, soy feliz, muy feliz, ¿que si tengo miedo a la muete? si, quizás si, pero entonces pienso en ella, y la veo esperandome y el miedo desaparece..."

Estamos de pie, y me abraza de la misma manera que lo hubiera hecho mi padre.

"Piensa. - me dice- esto sólo es un hasta luego..."

Y echa andar, calle Arenal, despacio, pero con la altivez de esas personas que han sabido vivir, a pesar de que les tocase una época difícil.

Le miro y pienso en lo mucho que le echaré de menos, pero yo como él estoy convencido de que sólo es un paso más y allá donde vaya ella le estará esperando.

Vuelvo a casa, esta vez no quiero ponerme los cascos, quiero oir el bullicio de la gente, las risas de los niños, el ruido de los coches, el silencio de este Viernes Santo, por que todo, todo ello, es vida.